Querido yo,
Hoy te escribo para dejar constancia de algo que necesito que no se pierda con el tiempo: la paz que siento en este momento.
No es una paz perfecta ni eterna—quizá nunca lo sea—pero es tan real y tan profunda que merece quedar aquí, escrita, para que un día, si vuelvo a perderme, pueda encontrar el camino de regreso.
Desde aquel 2019, cuando empecé a darme cuenta de que algo no encajaba, han pasado tantas cosas que a veces me cuesta recordarlas todas. Hubo noches de euforia y de vértigo, momentos en los que el chemsex parecía una puerta a la libertad y al placer, y también hubo mañanas grises, de silencio y de miedo, en las que no sabía si podría reconocerme frente al espejo.
He caído, me he levantado y he vuelto a caer más veces de las que me atrevo a contar. Y, aun así, cada tropiezo me ha ido enseñando algo: que la vida no se mide en caídas, sino en la capacidad de perdonarse. Perdonarme. Hoy quiero decírtelo alto y claro: te perdono. No por lo que hiciste, porque no hay nada que borrar, sino porque mereces vivir sin el peso de la culpa.
En este camino también ha habido satisfacciones. Aquellos pequeños logros que solo yo conozco: la primera vez que pasé un fin de semana entero sin pensar en consumir, la primera noche en la que bailé sin que la música necesitara un impulso químico, la primera cita en la que el sexo fue solo sexo, sin nubes, sin miedo, sin sustancias.
Me descubrí a mí mismo de nuevo en esos instantes, como si cada paso me devolviera pedacitos de una verdad que nunca me había abandonado.
Recuerdo lo feliz que también era cuando salía y tenía sexo sin drogas. Antes de que todo se enredara, antes de que el cuerpo pareciera necesitar algo más. Esa felicidad sigue dentro de mí; no era una ilusión, era simplemente yo, con mis ganas de vivir y de sentir.
Ahora, cuando miro atrás, no juzgo a nadie que siga en ese camino. Sé lo complejo que es, la mezcla de deseo y de dolor, de búsqueda y de huida. No escribo estas palabras para señalar a nadie, sino para recordarme que otra vida es posible y que cada persona encontrará su momento, su ritmo, su propia manera de estar bien.
Hoy me sorprendo al despertar y notar que mi respiración es tranquila. La cabeza, antes un torbellino, ahora se parece a un lago en calma. Hay días en los que la nostalgia asoma, claro; días en los que la tentación de volver a viejas costumbres aparece disfrazada de promesa. Pero basta con cerrar los ojos y recordar esta sensación de paz para saber que no quiero soltarla.
Como canta Belén Aguilera, “aunque no exista la Arcadia”, este estado en el que estoy ahora es lo más parecido a ese lugar soñado. Un espacio donde puedo ser yo, sin artificios, sin miedo. Y es aquí donde quiero quedarme, aquí donde por fin entiendo que la verdadera libertad no está en escapar de la realidad, sino en abrazarla.
Me miro en el espejo y me reconozco. Veo un rostro que ha aprendido a querer cada cicatriz, que ha hecho de sus errores un mapa para no volver a perderse. Esta versión de mí —la que respira hondo, la que se perdona, la que se sabe digna de amor— es la mejor que he podido conocer.
Querido yo, si algún día te vuelves a extraviar, vuelve a estas palabras. Léelas despacio. Recuerda cómo late tu corazón cuando estás tranquilo, cuando tu cuerpo y tu mente caminan en la misma dirección. Recuerda que no necesitas nada más que tu propia luz para brillar.
Y, sobre todo, nunca olvides que la felicidad no es un lugar al que se llega, sino un camino que se elige cada día. Hoy, ahora que estás mejor, has elegido vivir.
Con todo mi amor,
Sergio ❤️
Muchas gracias por esta reflexión. La pienso guardar como oro en paño
Me he sentido totalmente en línea contigo amaneciendo este sábado en mi casa, justo acababa de escribir en mi diario algo que iba por lo mismo. Me has hecho llorar 🩵