El sol comienza a inclinarse sobre el Coliseo.
No es un sol real, sino uno suspendido, simbólico, como una lámpara ancestral que tiñe de oro las paredes y los cuerpos.
Y bajo esa luz, Noam reaparece.
Está allí.
En pie.
Como si nunca hubiese estado sentado.
Como si siempre hubiera pertenecido al momento exacto en que el deseo se hace herida.
Su cuerpo parece tallado en una promesa incumplida.
Tiene los hombros tensos, como si cargara no solo su nombre, sino todos los que ha tenido que dejar atrás.
Sus brazos —largos, definidos, salpicados de lunares pequeños— respiran bajo la piel un temblor que no se ve, pero que vibra.
Las venas dibujan un mapa de esfuerzo y castigo.
Se enroscan en espiral sobre sus bíceps y antebrazos, como si quisieran escapar, como si fuesen serpientes que conocen demasiado bien el veneno.
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