El sol comienza a inclinarse sobre el Coliseo.
No es un sol real, sino uno suspendido, simbólico, como una lámpara ancestral que tiñe de oro las paredes y los cuerpos.
Y bajo esa luz, Noam reaparece.
Está allí.
En pie.
Como si nunca hubiese estado sentado.
Como si siempre hubiera pertenecido al momento exacto en que el deseo se hace herida.
Su cuerpo parece tallado en una promesa incumplida.
Tiene los hombros tensos, como si cargara no solo su nombre, sino todos los que ha tenido que dejar atrás.
Sus brazos —largos, definidos, salpicados de lunares pequeños— respiran bajo la piel un temblor que no se ve, pero que vibra.
Las venas dibujan un mapa de esfuerzo y castigo.
Se enroscan en espiral sobre sus bíceps y antebrazos, como si quisieran escapar, como si fuesen serpientes que conocen demasiado bien el veneno.
Hay una que sobresale justo en la curva de su codo.
Allí.
Donde tantas veces entró la aguja.
Donde la tina dejó su aliento líquido.
Noam se toca la muñeca.
Es un gesto leve, casi automático, como si allí hubiera un recuerdo que no quiere abandonar del todo.
Sus piernas son fuertes, modeladas por años de exceso.
Pero su fuerza no está en la forma: está en el intento.
Ese intento constante por alcanzar un ideal que nunca termina de alcanzarse.
Su abdomen, cubierto apenas por una camiseta fina y desgastada, respira lento, como si no supiera si merece el aire que toma.
Los ojos, detrás de unas gafas oscuras, contienen más de lo que pueden nombrar.
Pero no son ojos que huyan.
Son ojos que esperan ser descubiertos.
Y temen lo que pueda pasar cuando eso ocurra.
Noam no baja.
No avanza.
Observa.
Pero su observación no es pasiva.
Es un rayo dirigido.
Un aliento contenido.
Una lanza de fuego mudo que atraviesa los cuerpos en la arena.
Mira a Níker.
Y al mirar, se deshace.
Porque lo ve entero.
Porque lo desea como quien desea una forma de salvación sin saber si podrá sobrevivirla.
Níker, desde el centro, lo siente.
Y aunque no mueve un solo músculo, su cuerpo entero responde.
Las líneas de su abdomen, marcadas como un idioma antiguo, se tensan.
La mandíbula se contrae.
Los músculos del cuello, anchos como columnas vivas, vibran como cuerdas afinadas al límite.
No es solo que lo vea.
Es que lo reconoce.
Reconoce esa piel tensa.
Ese deseo violento por parecer invulnerable.
Reconoce la furia contenida en los brazos.
El humo que en algún momento ambos compartieron.
Porque sí: hubo una vez.
Una noche.
En una habitación donde el humo era más denso que el aire,
Níker y Noam respiraron el mismo aliento.
Se lo pasaron de boca en boca, como una ofrenda tóxica y sagrada.
Fueron uno a través del veneno.
Uno en el humo.
Uno en el dolor suspendido.
Uno en el olvido voluntario.
Y aunque ninguno de los dos lo diga,
ambos lo recuerdan.
Ahora, en la arena, Lian también lo siente.
Noam no está frente a él.
Pero su cuerpo lo atraviesa.
Y hay una conexión antigua.
Una mirada no dicha.
Un puente que no necesita palabras.
Lian lo busca.
Con el rabillo del ojo, con la tensión de la espalda, con la respiración detenida.
Y lo encuentra.
Noam, por su parte, sabe que Lian no lo ha abandonado.
Que, incluso allí abajo, arrodillado, todavía lo sostiene.
Porque Lian y Noam son espejo.
Uno es la piel rota.
El otro, la cicatriz que aún sangra.
Uno se ha postrado.
El otro, aún no puede.
Y Níker está en medio.
No como obstáculo.
Sino como vértice.
Como guardián de un deseo que se bifurca.
Entonces sucede.
Níker alza la vista.
Y mira directamente a Noam.
No hay juicio.
No hay nostalgia.
Solo hay invocación.
Un leve movimiento de su mandíbula.
Un gesto casi imperceptible de su mano, como si dibujara en el aire el contorno de algo que aún no existe.
Y Noam lo entiende.
Níker no lo invita a acercarse físicamente.
Lo llama desde otro plano.
Desde el reconocimiento.
Desde el recuerdo.
Desde esa noche donde el humo entró en ambos cuerpos y ninguno preguntó por qué.
Noam siente el suelo temblar bajo sus pies.
Pero no retrocede.
Baja la mirada.
No por vergüenza.
Sino porque algo en su interior ha comenzado a romperse.
Tal vez el silencio.
Tal vez la armadura.
Tal vez esa voz que le decía que no era suficiente.
Y desde la arena, Lian lo sabe.
No necesita verlo para saberlo.
Lo lleva escrito en la piel.
Y lo honra.
Como se honra al que aún no ha podido caer.
Pero está dispuesto.