Evangelio del Silencio Roto: La Llama en el Centro (parte 2 de 9)

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Sección 1: El Umbral

El Coliseo tiembla.

No por un rugido.

No por una multitud.

Tiembla por un hombre.

Uno solo.

Que decide cruzar el umbral.

Y entregarse.

No a un verdugo.

Sino a su destino.

Hay un momento exacto en que el silencio se vuelve respiración.

Ese momento ha llegado.

El espacio es sagrado.

No es una simple arena: es una cúpula ancestral tallada en piedra viva, abierta en su cima, donde el cielo observa sin intervenir.

El Coliseo es circular, pero el círculo no es perfecto.

Hay grietas en los muros, bloques de mármol que han sido tallados, rotos, reparados.

Las gradas se elevan como olas detenidas.

Los primeros asientos, tallados en piedra, están cerca del polvo.

Más arriba, columnas entre sombras.

Y en lo más alto, una galería abierta donde solo se sientan los que ven más allá.

La arena está vacía. Todavía.

Pero hay una tensión en el aire que pesa como piedra caliente.

Los ojos del público están clavados en una de las puertas laterales.

Una puerta que vibra.

No por el ruido.

Sino por la presencia.

Del que va a atravesarla.

Y lo hace.

El cuerpo de Lian se recorta contra la luz que entra sesgada desde la parte superior del Coliseo.

No lleva capa, ni armadura.

Lleva su piel.

Lleva su historia.

Lleva cada una de sus heridas y cada una de sus decisiones.

Es alto, pero no imponente.

Delgado, pero resistente.

Camina como quien ha estado huyendo durante mucho tiempo y ha decidido por fin detenerse.

Tiene el pecho al descubierto, apenas cubierto por una tela que cae en vertical desde un nudo en su cintura.

La piel tiene un brillo leve de sudor y polvo.

Sus pies descalzos pisan firme, uno tras otro, como quien ha aprendido que rendirse no es caer, sino decidir dónde y ante quién hacerlo.

En sus ojos hay algo que no es miedo.

Es memoria.

Cada paso que da deja una estela de sentido.

No mira al público.

No mira a los lados.

Mira al centro.

Y allí espera Níker.

Níker no espera como quien aguarda un espectáculo.

Níker espera como quien aguarda a su reflejo más hondo.

Aquel que está dispuesto a romperse frente a él.

La primera visión de Níker no es una imagen: es una fuerza.

Como si el Coliseo entero se inclinara ligeramente hacia donde él está.

Está de pie en el centro exacto del círculo.

Una figura que parece haber sido cincelada por el mismo espacio que lo rodea.

Tiene la espalda recta, como si el tiempo no le pesara.

Sus hombros anchos parecen sostener el cielo.

La musculatura de su pecho es amplia, tensa, pero no ostentosa.

Con un torso que evoca a un minotauro erguido, se presenta fuerte, compacto, silenciosamente vivo.

Sus brazos son gruesos, profundamente marcados por el tiempo y el esfuerzo.

Las venas sobresalen, especialmente en el derecho, como raíces al borde de estallar.

Brazos que han sostenido espadas.

Brazos que han acariciado.

Brazos que han inyectado.

“Tina…”, se dice Lian en la sed de su mente.

La droga. El veneno. El alivio.

La excusa.

Y el fuego.

Las piernas de Níker son potentes, anchas, musculadas, con el equilibrio perfecto entre animal y escultura.

No son solo piernas de guerrero: son columnas.

El cuello, grueso y firme, recuerda al de un toro en reposo.

Toda su figura es la de una bestia contenida.

Un animal domesticado por la conciencia.

Un poder que no necesita demostrarse.

Níker viste como un dios de la carne: pantalones oscuros ceñidos, un cinturón de cuero envejecido, una capa corta que cae desde su hombro izquierdo.

No lleva corona.

No la necesita.

Su rostro es anguloso, denso, casi violento en su belleza.

Una mandíbula cuadrada.

Una barba cerrada, recortada con intención.

Ojos grises, fríos como el acero en reposo.

Son ojos que no buscan convencer: buscan revelar.

Sus labios están cerrados.

No por contención.

Sino porque aún no es el momento.

Todo en él está contenido, no por frialdad, sino por maestría emocional.

Como un volcán que eligió no estallar.

Como un dios que no necesita hablar para que todos lo escuchen.

Y allí está.

Frente a Lian.

A una distancia exacta.

Ni tan cerca como para tocarlo,

ni tan lejos como para que pueda huir.

La multitud en las gradas no se mueve.

Se contiene.

Entre ellos hay figuras.

Que no son anónimas.

NAIÔ está allí, en una zona más elevada, con la cabeza levemente inclinada hacia un lado.

Observa no con ojos, sino con alma.

NAIÔ no aplaude.

NAIÔ siente.

Y sostiene el momento con su aliento contenido.

Adrià, más abajo, más cerca del público general, observa con una mezcla de asombro y comprensión.

No está entendiendo con la mente, sino con el pecho.

Y algo dentro de él ha empezado a agrietarse.

Lian avanza un paso más.

Y entonces sucede.

El ritual.

Coloca su puño derecho sobre su pecho.

Un golpe seco.

No agresivo.

Simbólico.

El Martillo.

Y a continuación, levanta la mano izquierda hasta su rostro.

Con el dedo índice presiona el centro de su frente.

La palma cubre su boca.

El Sello Invisible.

Cuerpo. Mente. Silencio.

Una entrega total.

Los músculos de Níker se tensan levemente.

No responde con palabras.

Ni con un gesto.

Solo asiente.

Y en ese asentimiento, todo el Coliseo se inclina hacia adelante.

Como si un dios hubiera dicho:

“Ahora.”

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