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El Coliseo ha dejado de rugir.
Porque el rugido ya no viene del público.
Viene de dentro.
De las vísceras.
De los ojos.
De la tensión entre dos cuerpos que ya no necesitan palabras.
Níker da un paso.
Y algo cruje en el aire.
Es un paso lento, medido.
El polvo se levanta apenas.
Pero el eco es profundo, como si la piedra misma lo reconociera.
Como si el Coliseo supiera que ese paso no es solo movimiento.
Es decisión.
Es un pacto que se reactiva.
Es la continuación de una ceremonia que comenzó mucho antes de este día.
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