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Llegué a este país con una maleta llena de sueños y el corazón abierto, buscando lo que todo ser humano anhela: un lugar donde sentir que pertenece. El inmigrante carga con una fragilidad invisible; esa necesidad desesperada de echar raíces nos hace vulnerables a quien nos prometa un poco de tierra firme.
Cuando conseguí trabajo y comencé una relación, sentí que había ganado. Lo hice mi familia. Lo hice mi patria. Me entregué con una intensidad ciega, construyendo un rascacielos emocional sobre cimientos que yo no quería ver que estaban podridos. No sabía que estaba a punto de entrar en la etapa más oscura de mi vida. No sabía que mis heridas de la infancia, esas que creía cerradas, estaban a punto de tomar el control. Escribo esto hoy no como una víctima, sino como un superviviente que ha tenido que perderse por completo para poder encontrarse.
La Psicología del Anzuelo: Cuando tu fuerza es tu perdición
Recuerdo el momento exacto en que se selló mi destino. Mi intuición, esa voz sabia que a menudo ignoramos, me gritaba que huyera. Veía las banderas rojas, la inestabilidad, el peligro. Fui honesto y le dije que no veía futuro, que me iba.
Su respuesta no fue una súplica, fue una sentencia quirúrgica diseñada para desarmarme:
«Te vas a rendir».
Cuatro palabras. Solo cuatro. Pero él conocía mi arquitectura emocional mejor que yo. Sabía de mi orgullo, de mi necesidad patológica de demostrar que soy fuerte, que el inmigrante no se cansa, que yo puedo con todo.
Ahí radica la trampa del abuso narcisista: no te atrapan por tus debilidades, te atrapan por tus fortalezas. Convirtió la relación en un reto personal. Quedarme dejó de tratarse de amor y pasó a tratarse de valía. Me hizo creer que irme era fracasar, cuando en realidad, quedarme era la verdadera derrota. Me convertí en un hámster en una rueda, corriendo hasta la extenuación para ganar un amor que nunca iba a llegar.
El Espejo Roto: Violencia y Ecos de la Infancia
La dinámica se volvió un infierno. Desapariciones, manipulación y un caos creciente que culminó en violencia doméstica. Fui detenido.
Ese calabozo fue frío, pero más fría fue la realidad que me golpeó allí. ¿En qué me había convertido? ¿Cómo el hombre que vino a construir una vida digna terminó aquí?
La intervención de los padres de mi expareja fue el golpe de gracia. Me revelaron una verdad que aún me hiela la sangre: un chico brasileño se había quitado la vida, presuntamente, atrapado en la misma telaraña con su hijo. Me suplicaron que me alejara para salvarme.
Esa revelación, sumada a la culpa por mi propia violencia reactiva, rompió el dique de mi memoria. Comprendí que no estaba actuando al azar. Estaba repitiendo un guion. La violencia que normalicé de niño en mi hogar de origen había emergido en mi vida adulta. Sin ser consciente, estaba buscando lo conocido, aunque lo conocido fuera dolor. Los patrones heredados son destinos silenciosos hasta que los hacemos conscientes.
El Chemsex: La Anestesia del Alma
Aquí es donde mi relato se vuelve incómodo, pero necesario. Ante el peso del estigma, la culpa por el suicidio de aquel chico (del que me sentí irracionalmente responsable) y mi propio derrumbe moral, busqué una salida.
Entré en el mundo del chemsex. Y quiero ser brutalmente honesto para cualquiera que esté leyendo y juzgando o sufriendo esto: no era hedonismo. No era fiesta. Era una huida.
El uso de estimulantes para el sexo se convirtió en mi mecanismo de supervivencia. No buscaba placer; buscaba desaparecer. Buscaba anestesiar el dolor insoportable de ser yo. En esos espacios oscuros, encontraba una comunidad fugaz, una validación vacía donde nadie me juzgaba por ser inmigrante, ni por mis errores, ni por mis traumas.
Era un suicidio lento. Una forma de morir un poco cada día para no tener que enfrentar la vida.
El Despertar: Redefiniendo la Valentía
El cambio no fue un rayo de luz repentino, fue conectar los puntos en medio de la oscuridad. Entendí que aquel «te vas a rendir» fue el grillete que me mantuvo esclavo. Entendí que había sido manipulado, sí, pero también que yo era responsable de sanar lo que me hacía vulnerable a esa manipulación.
Tuve que aprender la lección más difícil de mi vida: Rendirse a veces es el acto más valiente que existe.
Rendirse a la necesidad de «salvar» a otros. Rendirse a la guerra que no es tuya. Rendirse a la idea de que tienes que poder con todo.
Mi Presente: La Sanación como Resistencia
Hoy estoy de baja. Lucho contra la ansiedad y la depresión a diario. No os mentiré diciendo que todo es luz y color. La sanación es sucia, es lenta, es dos pasos adelante y uno atrás. Sigo luchando con los ecos de la adicción y la culpa.
Pero hay una diferencia fundamental: ya no llevo la máscara.
He aprendido que quererse es poner límites. He aprendido que mi valía no depende de cuánto aguanto, sino de cuánto me respeto. Cada día que elijo no consumir, cada día que elijo mi paz sobre el drama, estoy reescribiendo mi historia y honrando al niño que fui, prometiéndole que ya nadie le hará daño.
Tu Turno
No escribo esto para pedir perdón, ni para victimizarme. Escribo esto para dejar una huella, para ser el espejo que yo necesité y no tuve.
Si estás leyendo esto y sientes un nudo en el estómago, si estás en una relación donde te sientes a prueba constantemente, si usas sustancias para no sentir, o si crees que irte es de cobardes: detente.
Las cicatrices que cargo son el mapa de un infierno del que se puede salir. Pregúntate hoy: ¿A quién le estás entregando tu poder? ¿Y estás dispuesto a quererte lo suficiente como para «rendirte» y empezar a vivir de verdad?
Por W.A.

